lunes, 6 de agosto de 2012

La fruta del tiempo

Vivimos días extraños. Tan extraños que lo normal nos parece anormal, o al menos anacrónico.
El día ha empezado anacrónico, me he levandado muy temprano para tomar el AVE a Madrid. Mi empresa me manda a un curso a Madrid, como cuando eso era algo normal. Encuentro mi asiento en el vagón, me siento y al bajar la bandeja del respaldo noto ese tacto frío, duro, duradero, sonoro y caro del metal. La bandeja es metálica, como cuando se hacían las cosas para que duraran más de una semana.
Me traen un café y dos galletas. Bueno, se ve que no todo es anacrónico, aunque por lo menos las galletas están buenas. Pasa un rato y pasan varias azafatas (siempre salen por el mismo lado, ¿darán la vuelta por fuera del tren?) y entonces llega El Desayuno. ¿Quiere zumo? ¿quiere café? ¿otro café? ¿más croquetas? ¿un poco de chocolate carísimo? ¿toallitas? Y siempre salen por el mismo lado del vagón.Y los cubiertos son metálicos. Y los platillos son metálicos.
Y entonces, en una esquina de la bandejita veo el causante de todo este déjà vu: La Fruta del Tiempo. Un recipiente de plástico, tapado, contiene trocitos de manzana y piña a temperatura ambiente ligeramente fermentados, cuyo olor me regenera, y cuya ingesta me traslada a otro tiempo y lugar.
En los tiempos de lo efímero, en este desierto de plástico en el que lo único que dura es la arena seca y gris, aún hay un lugar para cosas hechas por el hombre que duran más que sus fabricantes.
Gracias, fruta del tiempo.


lunes, 14 de febrero de 2011

Carta de amor a dos mujeres


Tengo que haceros una confesión. Os amo a las dos. Por favor, leed hasta el final, no rompáis esta carta, dadme la oportunidad de explicarme porque espero haceros comprender que mi cariño es lícito, puro y sincero, aunque doble.

Desde que os conozco a las dos, no puedo concebir a la una sin la otra, a la otra sin la una. Sois mi sol y mi luna, mi montaña y mi río, mi mar y mis olas, mi paz y mi guerra, mi calor y mi llama. Las dos causáis mis desvelos en el ecuador de la noche, sois las heroínas en mis sueños y las musas de mis actos. Ya no quiero más paisajes fascinantes que vuestras mágicas sonrisas, ni más aventura que la odisea de navegar por la calma de vuestros ojos marinos.

Diréis ahora que un corazón no puede dividirse en dos, o que si lo hace se fracciona en dos el amor que puede dedicar. Os aseguro que la devoción que siento por la una no hace más que multiplicar la ternura que despierta en mí la otra.

Por mi aparente muestra de cinismo al declararme abiertamente amante de dos mujeres, podéis pensar ahora que no soy más que el montón de escombros de una letrina, cubierto de hediondo estiércol al que acuden ruidosas moscas verdes, y no os culpo. Pero es lo que siento, y si dijera algo distinto no estaría más que mintiendo, lo cual sería mucho más vil. No me pidáis que renuncie al amor de una, o de otra, porque antes renunciaría a respirar.

Si aún no habéis roto la carta, significará que al menos consideraréis la posibilidad de compartirme. Os pido ahora que me comuniquéis vuestra decisión lo antes posible, para que así pueda decidir si sigo respirando o no.

Os quiere,

El amante doble.

domingo, 1 de agosto de 2010

La impía (completo)


Sonó el timbre de la puerta de la calle. Debilmente, ya que el telefonillo estaba instalado en la cocina, y desde el salón su volumen era lo bastante bajo como para engañarse a uno mismo pensando que no se le había oído. M. siguió con su labor de ganchillo, observando de vez en cuando la televisión por encima de sus gafas de cerca. Ponían pasapalabra, lo cual hacía aún más fácil disipar la culpa por no abrir la puerta. La concursante más joven disparaba palabras dentro del rosco, sin fallar ni una. Ahora tocaba la letra m, y el presentador ametrallaba la definición: “plato elaborado con la cara interior del estómago...” M. conocía la respuesta, iba a decirla en voz alta, con la esperanza de que atravesara la pantalla e inspirara a la dubitativa aspirante, cuando un nuevo y débil timbrazo interrumpió sus pensamientos. Dejó la labor y se levantó con esfuerzo, caminó hasta la cocina para activar la apertura de la puerta de la calle. No preguntaría, ya que sabía de quién se trataba: A., una reciente amiga, aunque conocida de siempre, de una famila acomodada y célebre en el pueblo, que la visitaba día sí, día no, desde que M. había enviudado.
No había llegado aún a la cocina cuando A. empezó a golpear insistentemente la ventana del salón. A. no era muy alta, pero el piso tampoco, y era fácil hasta para un niño alcanzar el cristal, lo cual a veces traía sorpresas desagradables. M. abrió la puerta de la calle pulsando el telefonillo y caminó hasta la del piso, franqueando la entrada a A., que ya había alcanzado esa posición en virtud de la ligereza de sus piernas, envejecidas pero firmes. A., contrariamente a lo que es costumbre en mujeres de su edad, vestía unos pantalones de tela gruesa, de un color beige claro, y una camisa marrón fina, tan fina que aquella tarde tuvo que combinarla con una camiseta verde oscuro, casi caqui.
- Buenas tardes, M., ¿cómo has pasado el día? Iba a casa de F. y pensé que estarías sola.
- No estoy malota, me duelen los pies, como siempre por la tarde. Aquí estaba viendo el pasapalabra - dijo M., disimulando con maestría la verdadera sensación que le producía la inoportuna visita.- Siéntate, estaba haciendo ganchillo, te lo voy a enseñar.
- Espera, M., que me quito los pantalones.
M., sobresaltada, inquirió a su visitante:
- ¿Qué te pasa, A. ? ¿Te encuentras bien?
- Sí, mira, es que se me ha descosido el dobladillo que le hice yo. Ya sabes que no tengo mucha traza para la costura. Y pensé que tú me lo podías mirar.
M., conocida entre sus amistades por su paciencia y buena disposición, no dudó ni un momento y aceptó el trabajo de aparente buena gana. No sin antes imaginar a A. sin pantalones, con sus firmes pero envejecidas piernas al aire, y advertirle:
- Pero no te vayas a quedar sin pantalones, te presto algo.
A lo que A. respondió, de una manera tan automática que parecía ensayada:
- No te preocupes, me siento en la estufa y me tapo con la enagua.
M. imaginó a A. sentada junto a la ventana, tapada por la enagua de la estufa por delante, y con sus bragas bien visibles a través del cristal por detrás, e insistió:
- Venga ya, mujer, te traigo algo para que te tapes.
- ¡Que no! - respondió A. tajantemente.
M., mujer inteligente, de ideas claras, buena conversadora, de dialéctica sencilla y convincente, pero poco dada a la polémica, dio por cancelado el debate e invitó a su contertulia a tomar asiento. Ésta, tras despojarse de sus pesados pantalones y ofrecérselos a M., se acomodó, como era de temer, junto a la ventana, en la parte del salón opuesta a su entrada. Temor que más adelante se tornaría en alivio para M.
A. se tapó bien con la enagua, dejando la parte trasera de sus posaderas al aire. M., cogió el costurero y se sentó dejando éste en la mesa y con los pantalones en el regazo, dispuesta a efectuar la reparación.
- ¡Qué calor da la enagua de la estufa! ¿No tendrás encendido el calentador, verdad? - dijo A., a la que de vez en cuando afluían calores repentinos.
- No, ahora se está bien así, ni siquiera está puesto.
- Me voy a quitar la camisa si no te importa.
M. empezó a sentirse extraña. La situación estaba empezando a ser desagradable, casi irreal. Observó como A., sin esperar autorización por parte de nadie, se despojó de su camisa fina, dejando al descubierto una camiseta, cuyo corte, color y tejido eran poco propios de una persona de su edad, pero cubrían lo que tenían que cubrir. M. experimentó un repentino sosiego al comprobar que sus peores temores estaban injustificados, pero no olvidaba que A. seguía con sus desnudeces peligrosamente al aire.
Entonces vino a la mente de M. la imagen de algún nuevo visitante que llegara y contemplara la chocante escena. Rezó para sí porque aquello no sucediera, y seguidamente preguntó a A. sobre sus preferencias para la confección del nuevo dobladillo.
A. provocaba en M. sensaciones diversas. Su excentricidad pueblerina no era del agrado de M., pero la sacaba de la monotonía de esos días en los que no podían venir a verla ni sus hijos ni sus nietos. De todos modos, M. nunca habría negado dar cobijo a casi nadie, excepto a borrachos y a gente demasiado perturbada, a menos que no se notara demasiado.
Entonces ocurrió lo que a M. más inquietaba en aquél momento: sonó el timbre de la puerta. Se levantó de un brinco y miró por la ventana, con la esperanza de que fuera alguien a quien pudiera despachar desde ahí mismo, sin necesidad de que tuviera que tomar parte en la rara escena que estaba teniendo lugar. Quizás un vecino, alguien que se hubiera equivocado, un recado.
De los cientos de personas que podían haber llamado, aquella era la peor. Ni siquiera en sus pesadillas más terribles, M. podía haber concebido la situación que se estaba tramando. Era el padre S., sacerdote de la parroquia cercana, amigo de la familia, un hombre bueno, pío y aferrado a las costumbres y la moral cristiana.
- Buenas tardes, M., venía a darle la comunión.
M. cerró la ventana, miró a A., primero a los ojos fijamente, un instante, y luego a sus bragas, visibles desde ciertos ángulos. Demasiados ángulos, pensó M.
- Es el padre S.
Un silencio lúgubre invadió el salón. Hasta el presentador de pasapalabra dejó de despedir definiciones por unos momentos, y A., sin retirar la mirada de la de M, hizo un esfuerzo por rodear toda su cintura con la enagua de la estufa.
M. caminó hasta la cocina, activó la puerta de la calle y abrió la del piso, encontrándose ya allí al sacerdote, cuyas piernas eran veloces, acostumbradas a caminar contra el tiempo y ganarle la mano.
- Buenas tardes, padre, pase usted.
El padre S. pasó al salón. Venía a darle la comunión a M., y no esperaba encontrar a A. allí. Hacía mucho que no la veía, ni en la iglesia ni fuera de ella. Siendo como era un hombre comedido y prudente, no quiso destacar esta cuestión, saludándola con un simple: “buenas tardes, ¿cómo está usted?”.
Hubiera sido lo más natural que A. se hubiera puesto de pie, hubiera caminado hasta el clérigo y le hubiera dado la mano, pero inexplicablemente para él, la señora permaneció sentada en la silla, cubierta por la enagua y respondiendo con un frío “muy bien, gracias. ¿Y usted?”.
A. ni siquiera gesticulaba, como si el más mínimo tirón de algún tendón de la cara hubiera podido dejar al descubierto sus carnes o sus prendas íntimas. El padre S., preocupado por su inmovilidad, insistió:
- ¿está usted bien?
A. creyó haber encontrado la oportunidad de dar una explicación a tan extraño comportamiento. Quizás dando a entender que algún mal la mantenía atada a la silla daría por zanjada aquella tensa situación, así que respondió:
- pues mire usted, la verdad es que estoy regular.
- no descuide usted la salud de su cuerpo, A., ni la de su espíritu.
El padre S., tras intercambiar impresiones con M. en una animada conversación a la que A. permaneció totalmente ajena, procedió a ejercer su oficio, dándole la comunión a M. Después dirigió su mirada a A., esperando algún gesto, alguna palabra que le diera a entender si quería participar en la ceremonia o no. Pero A. permanecía totalmente estática, cada vez más blanca y con la mirada perdida. Sus brazos colgaban inertes a los lados de su cuerpo y su rostro carecía de vida. Se había apagado, esperando a que el tiempo pasara para encenderse otra vez en cuanto el sacerdote abandonara la casa.
Daban las siete de la tarde en el reloj del betis que presidía la estantería, y el silencio imperante permitía oir los chasquidos del segundero. Como se suele decir, había pasado un ángel, y el olor a incienso que emanaba del negro hábito del clérigo lo hacía aún más creíble.
M. miró al padre S., cerró levemente los ojos y ladeó un poco la cabeza, reproduciendo el gesto universal cuyo significado todo el mundo conoce: “déjelo así”.
El padre S., resignado, procedió a iniciar el ritual de despedida que en España suele durar una media hora, pero que ese día acordaron todos abreviar para no hacer aún más tensa la escena.
- Hasta otro día, hasta otro día.
Una vez que el padre S. cerró tras de sí la puerta del piso, A., como queriendo borrar de la historia el verdadero motivo por el que no se había levantado de su asiento ante la visita de un sacerdote, declaró:
- No quería entretenerte, M., y habría tenido que confesarme.
A lo que M. respondió, mirándola fijamente a los ojos:
- No me cabe la menor duda.

domingo, 25 de julio de 2010

La impía (I)

Sonó el timbre de la puerta de la calle. Debilmente, el telefonillo estaba instalado en la cocina, y desde el salón su volumen era lo bastante bajo como para engañarse a uno mismo pensando que no se había oído. M. siguió con su labor de ganchillo, observando de vez en cuando la televisión por encima de sus gafas de cerca. Ponían pasapalabra, lo cual hacía aún más fácil disipar la culpa por no abrir la puerta. La concursante más joven disparaba palabras dentro del rosco, sin fallar ni una. Ahora tocaba la letra m, y el presentador ametrallaba la definición: “plato elaborado con la cara interior del estómago...” M. conocía la respuesta, iba a decirla en voz alta, con la esperanza de que atravesara la pantalla, cuando un nuevo y débil timbrazo interrumpió sus pensamientos. Dejó la labor y se levantó con esfuerzo, caminó hasta la cocina para activar la apertura de la puerta de la calle. No preguntaría, ya que sabía de quién se trataba: A., una reciente amiga, conocida de siempre, de una famila acomodada y célebre en el pueblo, que la visitaba día sí, día no, desde que M. enviudó.
No había llegado aún a la cocina cuando A. empezó a golpear insistentemente la ventana del salón. A. no era muy alta, pero el piso tampoco, y era fácil hasta para un niño alcanzar el cristal, lo cual a veces traía sorpresas desagradables. M. abrió la puerta de la calle y caminó hasta la del piso, franqueando la entrada a A., que ya había alcanzado esa situación en virtud de la ligereza de sus piernas, envejecidas pero firmes. A., contrariamente a lo que es costumbre en mujeres de su edad, vestía unos pantalones de tela gruesa, de un color beige claro, y una camisa marrón fina, tan fina que aquella tarde tuvo que combinarla con una camiseta verde oscuro, casi caqui.
- Buenas tardes, M., ¿cómo has pasado el día? Iba a casa de F. y pensé que estarías sola.
- No estoy malota, me duelen las piernas, como siempre por la tarde. Aquí estaba viendo el pasapalabra - dijo M., disimulando la verdadera sensación que le producía la inoportuna visita.- Siéntate, estaba haciendo ganchillo, te lo voy a enseñar.
- Espera, M., que me quito los pantalones.
M., sobresaltada, inquirió a su visitante:
- ¿Qué te pasa, A. ? ¿Te encuentras bien?
- Sí, mira, es que se me ha descosido el dobladillo que le hice yo. Ya sabes que no tengo mucha habilidad para la costura. Y pensé que tú me lo podías mirar.
M., conocida entre sus amistades por su paciencia y buena disposición, no dudó ni un momento y aceptó el trabajo de aparente buena gana. No sin antes imaginar a A. sin pantalones, con sus firmes pero envejecidas piernas al aire, y advertirle:
- Pero no te vayas a quedar sin pantalones, te presto algo.
A lo que A. respondió, de una manera tan automática que parecía ensayada:
- No te preocupes, me siento en la estufa y me tapo con la enagua.
M. imaginó a A. sentada junto a la ventana, tapada por la enagua de la estufa por delante, y con sus bragas bien visibles a través del cristal por detrás, e insistió:
- Venga ya, mujer, te traigo algo para que te tapes.
- ¡Que no! - respondió A. tajantemente.
M., mujer inteligente, de ideas claras, buena conversadora, de dialéctica sencilla y convincente, pero poco dada a la polémica, dio por cancelado el debate e invitó a su contertulia a tomar asiento. Ésta, tras despojarse de sus pesados pantalones y ofrecérselos a M., se acomodó, como era de temer, junto a la ventana, en la parte del salón opuesta a su entrada. Temor que más adelante se tornaría en alivio para M.
A. se tapó bien con la enagua, dejando la parte trasera de sus posaderas al aire. M., cogió el costurero y se sentó con éste y con los pantalones, dispuesta a efectuar la reparación.
- ¡Qué calor da la enagua de la estufa! ¿No tendrás encendido el calentador, verdad? - dijo A., a la que de vez en cuando afluían calores repentinos.
- No, ahora se está bien así, ni siquiera está puesto.
- Me voy a quitar la camisa si no te importa.
M. empezó a sentirse extraña. La situación estaba empezando a ser desagradable, casi irreal. Observó como A., sin esperar autorización por parte de nadie, se despojó de su camisa fina, dejando al descubierto una camiseta, cuyo corte, color y tejido eran poco propios de una persona de su edad, pero cubrían lo que tenían que cubrir. M. experimentó un repentino sosiego al comprobar que sus peores temores estaban injustificados, pero no olvidaba que A. seguía con sus desnudeces peligrosamente al aire.
Entonces vino a la mente de M. la imagen de algún nuevo visitante que llegara y contemplara la chocante escena. Rezó para sí porque aquello no sucediera, y seguidamente preguntó a A. sobre sus preferencias para la confección del nuevo dobladillo.
A. provocaba en M. sensaciones diversas. Su excentricidad pueblerina no era del agrado de M., pero la sacaba de la monotonía de esos días en los que no podían venir a verla ni sus hijos ni sus nietos. De todos modos, M. nunca habría negado dar cobijo a casi nadie, excepto a borrachos y a gente demasiado perturbada, a menos que no se notara demasiado.
Entonces ocurrió lo que a M. más inquietaba en aquél momento: sonó el timbre de la puerta. Se levantó de un brinco y miró por la ventana, con la esperanza de que fuera alguien a quien pudiera despachar desde ahí mismo, sin necesidad de que tuviera que tomar parte en la rara escena que estaba teniendo lugar. Quizás un vecino, alguien que se hubiera equivocado, un recado.
De los cientos de personas que podían haber llamado, aquella era la peor. Ni siquiera en sus pesadillas más terribles, M. podía haber concebido la situación que se estaba tramando. Era el padre S., sacerdote de la parroquia cercana, amigo de la familia, un hombre bueno, pío y aferrado a las costumbres y la moral cristiana.
- Buenas tardes, M., venía a darle la comunión.
M. cerró la ventana, miró a A., primero a los ojos fijamente, un instante, y luego a sus bragas, visibles desde ciertos ángulos, demasiados, pensó.
- Es el padre S.
Un silencio lúgubre invadió el salón. Hasta el presentador de pasapalabra dejó de despedir definiciones por unos momentos, y A., sin retirar la mirada de la de M, hizo un esfuerzo por rodear toda su cintura con la enagua de la estufa.
M. caminó hasta la cocina, activó la puerta de la calle y abrió la del piso, encontrándose ya allí al sacerdote, cuyas piernas eran veloces, acostumbradas a caminar contra el tiempo y ganarle la mano.

domingo, 13 de junio de 2010

Chanclas


De Ghana, además de muchos recuerdos, ideas, proyectos e imágenes, me traje unas chanclas. Son unas chanclas comunes, de las que se pueden comprar en cualquier mercadillo, nada de estilo africano pseudoétnico ni verdaderamente étnico. Son de goma, con la típica tira de tejido sintético que sube por entre el dedo gordo y el índice (del pie) y que se bifurca en dos direcciones sobre el empeine, una hacia el exterior del pie y otra hacia su interior.


¿Por qué me las compré? ¿Por qué ir a Ghana a comprarse unas chanclas? Básicamente porque me hacían falta, pero también porque llevan los colores de la bandera de Ghana en la suela y una banderita sobre la tira de tela. O quizás también lo hice para llevarme un recuerdo material del mercado de Denu, donde nuestra anfitriona Alice (o Afi en Ewe) vendía enseres de plástico de todo tipo, desde juguetes hasta las palanganas enormes que las mujeres llevan prodigiosamente sobre sus cabezas. Curiosamente, los hombres también llevan cosas en la cabeza, pero normalmente sin palangana.



Recuerdos inmateriales nos trajimos muchos de aquel mercado, la mayoría agradables como la simpatía de la gente y el sano interés que despertábamos en ellos. Otros menos placenteros, como el tufo del pescado ahumado que yacía sobre los puestos con su correspondiente cohorte de moscas. Paseando de la mano de Alicia, la dulce y traviesa nieta de Alice, entre los puestos de pescado pestilente y los de especias coloridas, encontramos un puesto de zapatos donde vi mis chanclas también coloridas y no me pude resistir, entre otras cosas porque mis sandalias roji-gualdas estaban ya, a esas alturas, bastante deterioradas.

Desde entonces, las chanclas de Ghana me han acompañado a muchos otros sitios, a África otra vez, a la playa, a la montaña, sin perder hasta hace poco su espíritu patriótico y extranjero. Aunque la estrella negra de la bandera y la palabra "Ghana" siguen ahí sin ceder posiciones, resistiendo el roce de mis pies, en algunos sitios la frontera entre los colores de la bandera se están volviendo difusa, revelando que en realidad son rojas con pintura verde y amarilla. Pero esto las hace aún más interesantes, se nota que han vivido.

miércoles, 12 de mayo de 2010

"Póngame una de fuegos artificiales"
"¿De qué color?"
"De todos"
"¿Quiere que hagan mucho ruido?"
"Sí, claro, si no no molesto a mis vecinos ni vuelvo locos a los perros"
"De acuerdo, ¿cuando los va a tirar?"
"¿Cuándo cree usted que molestarán más?"
"Pues mire, yo creo que un martes por la noche es cuando más van a fastidiar. El lunes es demasiado pronto, está toda la semana por delante para recuperarse. El miércoles ya es casi jueves, que está justo antes del viernes... Le recomiendo el martes, es el mejor día para montar un buen escándalo"
"Muy bien. Supongo que serán de esos que huelen muy mal a pólvora y que los palitos se pueden clavar en la espalda de alguien, ¿verdad?"
"Claro, claro"
"¿Cuánto es?"
"Nada, se los regalo, los subvenciona el estado español"
El águila, lejana, impera desde su trono de aire sobre todos los seres. Cercena el cielo con sus afiladas alas mientras las criaturas del suelo esperan el momento fatal en el que serán elegidos, elegidos para subir al cielo.
El cielo de las águilas es el infierno de sus súbditos.