domingo, 1 de agosto de 2010

La impía (completo)


Sonó el timbre de la puerta de la calle. Debilmente, ya que el telefonillo estaba instalado en la cocina, y desde el salón su volumen era lo bastante bajo como para engañarse a uno mismo pensando que no se le había oído. M. siguió con su labor de ganchillo, observando de vez en cuando la televisión por encima de sus gafas de cerca. Ponían pasapalabra, lo cual hacía aún más fácil disipar la culpa por no abrir la puerta. La concursante más joven disparaba palabras dentro del rosco, sin fallar ni una. Ahora tocaba la letra m, y el presentador ametrallaba la definición: “plato elaborado con la cara interior del estómago...” M. conocía la respuesta, iba a decirla en voz alta, con la esperanza de que atravesara la pantalla e inspirara a la dubitativa aspirante, cuando un nuevo y débil timbrazo interrumpió sus pensamientos. Dejó la labor y se levantó con esfuerzo, caminó hasta la cocina para activar la apertura de la puerta de la calle. No preguntaría, ya que sabía de quién se trataba: A., una reciente amiga, aunque conocida de siempre, de una famila acomodada y célebre en el pueblo, que la visitaba día sí, día no, desde que M. había enviudado.
No había llegado aún a la cocina cuando A. empezó a golpear insistentemente la ventana del salón. A. no era muy alta, pero el piso tampoco, y era fácil hasta para un niño alcanzar el cristal, lo cual a veces traía sorpresas desagradables. M. abrió la puerta de la calle pulsando el telefonillo y caminó hasta la del piso, franqueando la entrada a A., que ya había alcanzado esa posición en virtud de la ligereza de sus piernas, envejecidas pero firmes. A., contrariamente a lo que es costumbre en mujeres de su edad, vestía unos pantalones de tela gruesa, de un color beige claro, y una camisa marrón fina, tan fina que aquella tarde tuvo que combinarla con una camiseta verde oscuro, casi caqui.
- Buenas tardes, M., ¿cómo has pasado el día? Iba a casa de F. y pensé que estarías sola.
- No estoy malota, me duelen los pies, como siempre por la tarde. Aquí estaba viendo el pasapalabra - dijo M., disimulando con maestría la verdadera sensación que le producía la inoportuna visita.- Siéntate, estaba haciendo ganchillo, te lo voy a enseñar.
- Espera, M., que me quito los pantalones.
M., sobresaltada, inquirió a su visitante:
- ¿Qué te pasa, A. ? ¿Te encuentras bien?
- Sí, mira, es que se me ha descosido el dobladillo que le hice yo. Ya sabes que no tengo mucha traza para la costura. Y pensé que tú me lo podías mirar.
M., conocida entre sus amistades por su paciencia y buena disposición, no dudó ni un momento y aceptó el trabajo de aparente buena gana. No sin antes imaginar a A. sin pantalones, con sus firmes pero envejecidas piernas al aire, y advertirle:
- Pero no te vayas a quedar sin pantalones, te presto algo.
A lo que A. respondió, de una manera tan automática que parecía ensayada:
- No te preocupes, me siento en la estufa y me tapo con la enagua.
M. imaginó a A. sentada junto a la ventana, tapada por la enagua de la estufa por delante, y con sus bragas bien visibles a través del cristal por detrás, e insistió:
- Venga ya, mujer, te traigo algo para que te tapes.
- ¡Que no! - respondió A. tajantemente.
M., mujer inteligente, de ideas claras, buena conversadora, de dialéctica sencilla y convincente, pero poco dada a la polémica, dio por cancelado el debate e invitó a su contertulia a tomar asiento. Ésta, tras despojarse de sus pesados pantalones y ofrecérselos a M., se acomodó, como era de temer, junto a la ventana, en la parte del salón opuesta a su entrada. Temor que más adelante se tornaría en alivio para M.
A. se tapó bien con la enagua, dejando la parte trasera de sus posaderas al aire. M., cogió el costurero y se sentó dejando éste en la mesa y con los pantalones en el regazo, dispuesta a efectuar la reparación.
- ¡Qué calor da la enagua de la estufa! ¿No tendrás encendido el calentador, verdad? - dijo A., a la que de vez en cuando afluían calores repentinos.
- No, ahora se está bien así, ni siquiera está puesto.
- Me voy a quitar la camisa si no te importa.
M. empezó a sentirse extraña. La situación estaba empezando a ser desagradable, casi irreal. Observó como A., sin esperar autorización por parte de nadie, se despojó de su camisa fina, dejando al descubierto una camiseta, cuyo corte, color y tejido eran poco propios de una persona de su edad, pero cubrían lo que tenían que cubrir. M. experimentó un repentino sosiego al comprobar que sus peores temores estaban injustificados, pero no olvidaba que A. seguía con sus desnudeces peligrosamente al aire.
Entonces vino a la mente de M. la imagen de algún nuevo visitante que llegara y contemplara la chocante escena. Rezó para sí porque aquello no sucediera, y seguidamente preguntó a A. sobre sus preferencias para la confección del nuevo dobladillo.
A. provocaba en M. sensaciones diversas. Su excentricidad pueblerina no era del agrado de M., pero la sacaba de la monotonía de esos días en los que no podían venir a verla ni sus hijos ni sus nietos. De todos modos, M. nunca habría negado dar cobijo a casi nadie, excepto a borrachos y a gente demasiado perturbada, a menos que no se notara demasiado.
Entonces ocurrió lo que a M. más inquietaba en aquél momento: sonó el timbre de la puerta. Se levantó de un brinco y miró por la ventana, con la esperanza de que fuera alguien a quien pudiera despachar desde ahí mismo, sin necesidad de que tuviera que tomar parte en la rara escena que estaba teniendo lugar. Quizás un vecino, alguien que se hubiera equivocado, un recado.
De los cientos de personas que podían haber llamado, aquella era la peor. Ni siquiera en sus pesadillas más terribles, M. podía haber concebido la situación que se estaba tramando. Era el padre S., sacerdote de la parroquia cercana, amigo de la familia, un hombre bueno, pío y aferrado a las costumbres y la moral cristiana.
- Buenas tardes, M., venía a darle la comunión.
M. cerró la ventana, miró a A., primero a los ojos fijamente, un instante, y luego a sus bragas, visibles desde ciertos ángulos. Demasiados ángulos, pensó M.
- Es el padre S.
Un silencio lúgubre invadió el salón. Hasta el presentador de pasapalabra dejó de despedir definiciones por unos momentos, y A., sin retirar la mirada de la de M, hizo un esfuerzo por rodear toda su cintura con la enagua de la estufa.
M. caminó hasta la cocina, activó la puerta de la calle y abrió la del piso, encontrándose ya allí al sacerdote, cuyas piernas eran veloces, acostumbradas a caminar contra el tiempo y ganarle la mano.
- Buenas tardes, padre, pase usted.
El padre S. pasó al salón. Venía a darle la comunión a M., y no esperaba encontrar a A. allí. Hacía mucho que no la veía, ni en la iglesia ni fuera de ella. Siendo como era un hombre comedido y prudente, no quiso destacar esta cuestión, saludándola con un simple: “buenas tardes, ¿cómo está usted?”.
Hubiera sido lo más natural que A. se hubiera puesto de pie, hubiera caminado hasta el clérigo y le hubiera dado la mano, pero inexplicablemente para él, la señora permaneció sentada en la silla, cubierta por la enagua y respondiendo con un frío “muy bien, gracias. ¿Y usted?”.
A. ni siquiera gesticulaba, como si el más mínimo tirón de algún tendón de la cara hubiera podido dejar al descubierto sus carnes o sus prendas íntimas. El padre S., preocupado por su inmovilidad, insistió:
- ¿está usted bien?
A. creyó haber encontrado la oportunidad de dar una explicación a tan extraño comportamiento. Quizás dando a entender que algún mal la mantenía atada a la silla daría por zanjada aquella tensa situación, así que respondió:
- pues mire usted, la verdad es que estoy regular.
- no descuide usted la salud de su cuerpo, A., ni la de su espíritu.
El padre S., tras intercambiar impresiones con M. en una animada conversación a la que A. permaneció totalmente ajena, procedió a ejercer su oficio, dándole la comunión a M. Después dirigió su mirada a A., esperando algún gesto, alguna palabra que le diera a entender si quería participar en la ceremonia o no. Pero A. permanecía totalmente estática, cada vez más blanca y con la mirada perdida. Sus brazos colgaban inertes a los lados de su cuerpo y su rostro carecía de vida. Se había apagado, esperando a que el tiempo pasara para encenderse otra vez en cuanto el sacerdote abandonara la casa.
Daban las siete de la tarde en el reloj del betis que presidía la estantería, y el silencio imperante permitía oir los chasquidos del segundero. Como se suele decir, había pasado un ángel, y el olor a incienso que emanaba del negro hábito del clérigo lo hacía aún más creíble.
M. miró al padre S., cerró levemente los ojos y ladeó un poco la cabeza, reproduciendo el gesto universal cuyo significado todo el mundo conoce: “déjelo así”.
El padre S., resignado, procedió a iniciar el ritual de despedida que en España suele durar una media hora, pero que ese día acordaron todos abreviar para no hacer aún más tensa la escena.
- Hasta otro día, hasta otro día.
Una vez que el padre S. cerró tras de sí la puerta del piso, A., como queriendo borrar de la historia el verdadero motivo por el que no se había levantado de su asiento ante la visita de un sacerdote, declaró:
- No quería entretenerte, M., y habría tenido que confesarme.
A lo que M. respondió, mirándola fijamente a los ojos:
- No me cabe la menor duda.