Vivimos días extraños. Tan extraños que lo normal nos parece anormal, o al menos anacrónico.
El día ha empezado anacrónico, me he levandado muy temprano para tomar el AVE a Madrid. Mi empresa me manda a un curso a Madrid, como cuando eso era algo normal. Encuentro mi asiento en el vagón, me siento y al bajar la bandeja del respaldo noto ese tacto frío, duro, duradero, sonoro y caro del metal. La bandeja es metálica, como cuando se hacían las cosas para que duraran más de una semana.
Me traen un café y dos galletas. Bueno, se ve que no todo es anacrónico, aunque por lo menos las galletas están buenas. Pasa un rato y pasan varias azafatas (siempre salen por el mismo lado, ¿darán la vuelta por fuera del tren?) y entonces llega El Desayuno. ¿Quiere zumo? ¿quiere café? ¿otro café? ¿más croquetas? ¿un poco de chocolate carísimo? ¿toallitas? Y siempre salen por el mismo lado del vagón.Y los cubiertos son metálicos. Y los platillos son metálicos.
Y entonces, en una esquina de la bandejita veo el causante de todo este déjà vu: La Fruta del Tiempo. Un recipiente de plástico, tapado, contiene trocitos de manzana y piña a temperatura ambiente ligeramente fermentados, cuyo olor me regenera, y cuya ingesta me traslada a otro tiempo y lugar.
En los tiempos de lo efímero, en este desierto de plástico en el que lo único que dura es la arena seca y gris, aún hay un lugar para cosas hechas por el hombre que duran más que sus fabricantes.
Gracias, fruta del tiempo.