domingo, 1 de agosto de 2010
La impía (completo)
Sonó el timbre de la puerta de la calle. Debilmente, ya que el telefonillo estaba instalado en la cocina, y desde el salón su volumen era lo bastante bajo como para engañarse a uno mismo pensando que no se le había oído. M. siguió con su labor de ganchillo, observando de vez en cuando la televisión por encima de sus gafas de cerca. Ponían pasapalabra, lo cual hacía aún más fácil disipar la culpa por no abrir la puerta. La concursante más joven disparaba palabras dentro del rosco, sin fallar ni una. Ahora tocaba la letra m, y el presentador ametrallaba la definición: “plato elaborado con la cara interior del estómago...” M. conocía la respuesta, iba a decirla en voz alta, con la esperanza de que atravesara la pantalla e inspirara a la dubitativa aspirante, cuando un nuevo y débil timbrazo interrumpió sus pensamientos. Dejó la labor y se levantó con esfuerzo, caminó hasta la cocina para activar la apertura de la puerta de la calle. No preguntaría, ya que sabía de quién se trataba: A., una reciente amiga, aunque conocida de siempre, de una famila acomodada y célebre en el pueblo, que la visitaba día sí, día no, desde que M. había enviudado.
No había llegado aún a la cocina cuando A. empezó a golpear insistentemente la ventana del salón. A. no era muy alta, pero el piso tampoco, y era fácil hasta para un niño alcanzar el cristal, lo cual a veces traía sorpresas desagradables. M. abrió la puerta de la calle pulsando el telefonillo y caminó hasta la del piso, franqueando la entrada a A., que ya había alcanzado esa posición en virtud de la ligereza de sus piernas, envejecidas pero firmes. A., contrariamente a lo que es costumbre en mujeres de su edad, vestía unos pantalones de tela gruesa, de un color beige claro, y una camisa marrón fina, tan fina que aquella tarde tuvo que combinarla con una camiseta verde oscuro, casi caqui.
- Buenas tardes, M., ¿cómo has pasado el día? Iba a casa de F. y pensé que estarías sola.
- No estoy malota, me duelen los pies, como siempre por la tarde. Aquí estaba viendo el pasapalabra - dijo M., disimulando con maestría la verdadera sensación que le producía la inoportuna visita.- Siéntate, estaba haciendo ganchillo, te lo voy a enseñar.
- Espera, M., que me quito los pantalones.
M., sobresaltada, inquirió a su visitante:
- ¿Qué te pasa, A. ? ¿Te encuentras bien?
- Sí, mira, es que se me ha descosido el dobladillo que le hice yo. Ya sabes que no tengo mucha traza para la costura. Y pensé que tú me lo podías mirar.
M., conocida entre sus amistades por su paciencia y buena disposición, no dudó ni un momento y aceptó el trabajo de aparente buena gana. No sin antes imaginar a A. sin pantalones, con sus firmes pero envejecidas piernas al aire, y advertirle:
- Pero no te vayas a quedar sin pantalones, te presto algo.
A lo que A. respondió, de una manera tan automática que parecía ensayada:
- No te preocupes, me siento en la estufa y me tapo con la enagua.
M. imaginó a A. sentada junto a la ventana, tapada por la enagua de la estufa por delante, y con sus bragas bien visibles a través del cristal por detrás, e insistió:
- Venga ya, mujer, te traigo algo para que te tapes.
- ¡Que no! - respondió A. tajantemente.
M., mujer inteligente, de ideas claras, buena conversadora, de dialéctica sencilla y convincente, pero poco dada a la polémica, dio por cancelado el debate e invitó a su contertulia a tomar asiento. Ésta, tras despojarse de sus pesados pantalones y ofrecérselos a M., se acomodó, como era de temer, junto a la ventana, en la parte del salón opuesta a su entrada. Temor que más adelante se tornaría en alivio para M.
A. se tapó bien con la enagua, dejando la parte trasera de sus posaderas al aire. M., cogió el costurero y se sentó dejando éste en la mesa y con los pantalones en el regazo, dispuesta a efectuar la reparación.
- ¡Qué calor da la enagua de la estufa! ¿No tendrás encendido el calentador, verdad? - dijo A., a la que de vez en cuando afluían calores repentinos.
- No, ahora se está bien así, ni siquiera está puesto.
- Me voy a quitar la camisa si no te importa.
M. empezó a sentirse extraña. La situación estaba empezando a ser desagradable, casi irreal. Observó como A., sin esperar autorización por parte de nadie, se despojó de su camisa fina, dejando al descubierto una camiseta, cuyo corte, color y tejido eran poco propios de una persona de su edad, pero cubrían lo que tenían que cubrir. M. experimentó un repentino sosiego al comprobar que sus peores temores estaban injustificados, pero no olvidaba que A. seguía con sus desnudeces peligrosamente al aire.
Entonces vino a la mente de M. la imagen de algún nuevo visitante que llegara y contemplara la chocante escena. Rezó para sí porque aquello no sucediera, y seguidamente preguntó a A. sobre sus preferencias para la confección del nuevo dobladillo.
A. provocaba en M. sensaciones diversas. Su excentricidad pueblerina no era del agrado de M., pero la sacaba de la monotonía de esos días en los que no podían venir a verla ni sus hijos ni sus nietos. De todos modos, M. nunca habría negado dar cobijo a casi nadie, excepto a borrachos y a gente demasiado perturbada, a menos que no se notara demasiado.
Entonces ocurrió lo que a M. más inquietaba en aquél momento: sonó el timbre de la puerta. Se levantó de un brinco y miró por la ventana, con la esperanza de que fuera alguien a quien pudiera despachar desde ahí mismo, sin necesidad de que tuviera que tomar parte en la rara escena que estaba teniendo lugar. Quizás un vecino, alguien que se hubiera equivocado, un recado.
De los cientos de personas que podían haber llamado, aquella era la peor. Ni siquiera en sus pesadillas más terribles, M. podía haber concebido la situación que se estaba tramando. Era el padre S., sacerdote de la parroquia cercana, amigo de la familia, un hombre bueno, pío y aferrado a las costumbres y la moral cristiana.
- Buenas tardes, M., venía a darle la comunión.
M. cerró la ventana, miró a A., primero a los ojos fijamente, un instante, y luego a sus bragas, visibles desde ciertos ángulos. Demasiados ángulos, pensó M.
- Es el padre S.
Un silencio lúgubre invadió el salón. Hasta el presentador de pasapalabra dejó de despedir definiciones por unos momentos, y A., sin retirar la mirada de la de M, hizo un esfuerzo por rodear toda su cintura con la enagua de la estufa.
M. caminó hasta la cocina, activó la puerta de la calle y abrió la del piso, encontrándose ya allí al sacerdote, cuyas piernas eran veloces, acostumbradas a caminar contra el tiempo y ganarle la mano.
- Buenas tardes, padre, pase usted.
El padre S. pasó al salón. Venía a darle la comunión a M., y no esperaba encontrar a A. allí. Hacía mucho que no la veía, ni en la iglesia ni fuera de ella. Siendo como era un hombre comedido y prudente, no quiso destacar esta cuestión, saludándola con un simple: “buenas tardes, ¿cómo está usted?”.
Hubiera sido lo más natural que A. se hubiera puesto de pie, hubiera caminado hasta el clérigo y le hubiera dado la mano, pero inexplicablemente para él, la señora permaneció sentada en la silla, cubierta por la enagua y respondiendo con un frío “muy bien, gracias. ¿Y usted?”.
A. ni siquiera gesticulaba, como si el más mínimo tirón de algún tendón de la cara hubiera podido dejar al descubierto sus carnes o sus prendas íntimas. El padre S., preocupado por su inmovilidad, insistió:
- ¿está usted bien?
A. creyó haber encontrado la oportunidad de dar una explicación a tan extraño comportamiento. Quizás dando a entender que algún mal la mantenía atada a la silla daría por zanjada aquella tensa situación, así que respondió:
- pues mire usted, la verdad es que estoy regular.
- no descuide usted la salud de su cuerpo, A., ni la de su espíritu.
El padre S., tras intercambiar impresiones con M. en una animada conversación a la que A. permaneció totalmente ajena, procedió a ejercer su oficio, dándole la comunión a M. Después dirigió su mirada a A., esperando algún gesto, alguna palabra que le diera a entender si quería participar en la ceremonia o no. Pero A. permanecía totalmente estática, cada vez más blanca y con la mirada perdida. Sus brazos colgaban inertes a los lados de su cuerpo y su rostro carecía de vida. Se había apagado, esperando a que el tiempo pasara para encenderse otra vez en cuanto el sacerdote abandonara la casa.
Daban las siete de la tarde en el reloj del betis que presidía la estantería, y el silencio imperante permitía oir los chasquidos del segundero. Como se suele decir, había pasado un ángel, y el olor a incienso que emanaba del negro hábito del clérigo lo hacía aún más creíble.
M. miró al padre S., cerró levemente los ojos y ladeó un poco la cabeza, reproduciendo el gesto universal cuyo significado todo el mundo conoce: “déjelo así”.
El padre S., resignado, procedió a iniciar el ritual de despedida que en España suele durar una media hora, pero que ese día acordaron todos abreviar para no hacer aún más tensa la escena.
- Hasta otro día, hasta otro día.
Una vez que el padre S. cerró tras de sí la puerta del piso, A., como queriendo borrar de la historia el verdadero motivo por el que no se había levantado de su asiento ante la visita de un sacerdote, declaró:
- No quería entretenerte, M., y habría tenido que confesarme.
A lo que M. respondió, mirándola fijamente a los ojos:
- No me cabe la menor duda.
domingo, 25 de julio de 2010
La impía (I)
Sonó el timbre de la puerta de la calle. Debilmente, el telefonillo estaba instalado en la cocina, y desde el salón su volumen era lo bastante bajo como para engañarse a uno mismo pensando que no se había oído. M. siguió con su labor de ganchillo, observando de vez en cuando la televisión por encima de sus gafas de cerca. Ponían pasapalabra, lo cual hacía aún más fácil disipar la culpa por no abrir la puerta. La concursante más joven disparaba palabras dentro del rosco, sin fallar ni una. Ahora tocaba la letra m, y el presentador ametrallaba la definición: “plato elaborado con la cara interior del estómago...” M. conocía la respuesta, iba a decirla en voz alta, con la esperanza de que atravesara la pantalla, cuando un nuevo y débil timbrazo interrumpió sus pensamientos. Dejó la labor y se levantó con esfuerzo, caminó hasta la cocina para activar la apertura de la puerta de la calle. No preguntaría, ya que sabía de quién se trataba: A., una reciente amiga, conocida de siempre, de una famila acomodada y célebre en el pueblo, que la visitaba día sí, día no, desde que M. enviudó.
No había llegado aún a la cocina cuando A. empezó a golpear insistentemente la ventana del salón. A. no era muy alta, pero el piso tampoco, y era fácil hasta para un niño alcanzar el cristal, lo cual a veces traía sorpresas desagradables. M. abrió la puerta de la calle y caminó hasta la del piso, franqueando la entrada a A., que ya había alcanzado esa situación en virtud de la ligereza de sus piernas, envejecidas pero firmes. A., contrariamente a lo que es costumbre en mujeres de su edad, vestía unos pantalones de tela gruesa, de un color beige claro, y una camisa marrón fina, tan fina que aquella tarde tuvo que combinarla con una camiseta verde oscuro, casi caqui.
- Buenas tardes, M., ¿cómo has pasado el día? Iba a casa de F. y pensé que estarías sola.
- No estoy malota, me duelen las piernas, como siempre por la tarde. Aquí estaba viendo el pasapalabra - dijo M., disimulando la verdadera sensación que le producía la inoportuna visita.- Siéntate, estaba haciendo ganchillo, te lo voy a enseñar.
- Espera, M., que me quito los pantalones.
M., sobresaltada, inquirió a su visitante:
- ¿Qué te pasa, A. ? ¿Te encuentras bien?
- Sí, mira, es que se me ha descosido el dobladillo que le hice yo. Ya sabes que no tengo mucha habilidad para la costura. Y pensé que tú me lo podías mirar.
M., conocida entre sus amistades por su paciencia y buena disposición, no dudó ni un momento y aceptó el trabajo de aparente buena gana. No sin antes imaginar a A. sin pantalones, con sus firmes pero envejecidas piernas al aire, y advertirle:
- Pero no te vayas a quedar sin pantalones, te presto algo.
A lo que A. respondió, de una manera tan automática que parecía ensayada:
- No te preocupes, me siento en la estufa y me tapo con la enagua.
M. imaginó a A. sentada junto a la ventana, tapada por la enagua de la estufa por delante, y con sus bragas bien visibles a través del cristal por detrás, e insistió:
- Venga ya, mujer, te traigo algo para que te tapes.
- ¡Que no! - respondió A. tajantemente.
M., mujer inteligente, de ideas claras, buena conversadora, de dialéctica sencilla y convincente, pero poco dada a la polémica, dio por cancelado el debate e invitó a su contertulia a tomar asiento. Ésta, tras despojarse de sus pesados pantalones y ofrecérselos a M., se acomodó, como era de temer, junto a la ventana, en la parte del salón opuesta a su entrada. Temor que más adelante se tornaría en alivio para M.
A. se tapó bien con la enagua, dejando la parte trasera de sus posaderas al aire. M., cogió el costurero y se sentó con éste y con los pantalones, dispuesta a efectuar la reparación.
- ¡Qué calor da la enagua de la estufa! ¿No tendrás encendido el calentador, verdad? - dijo A., a la que de vez en cuando afluían calores repentinos.
- No, ahora se está bien así, ni siquiera está puesto.
- Me voy a quitar la camisa si no te importa.
M. empezó a sentirse extraña. La situación estaba empezando a ser desagradable, casi irreal. Observó como A., sin esperar autorización por parte de nadie, se despojó de su camisa fina, dejando al descubierto una camiseta, cuyo corte, color y tejido eran poco propios de una persona de su edad, pero cubrían lo que tenían que cubrir. M. experimentó un repentino sosiego al comprobar que sus peores temores estaban injustificados, pero no olvidaba que A. seguía con sus desnudeces peligrosamente al aire.
Entonces vino a la mente de M. la imagen de algún nuevo visitante que llegara y contemplara la chocante escena. Rezó para sí porque aquello no sucediera, y seguidamente preguntó a A. sobre sus preferencias para la confección del nuevo dobladillo.
A. provocaba en M. sensaciones diversas. Su excentricidad pueblerina no era del agrado de M., pero la sacaba de la monotonía de esos días en los que no podían venir a verla ni sus hijos ni sus nietos. De todos modos, M. nunca habría negado dar cobijo a casi nadie, excepto a borrachos y a gente demasiado perturbada, a menos que no se notara demasiado.
Entonces ocurrió lo que a M. más inquietaba en aquél momento: sonó el timbre de la puerta. Se levantó de un brinco y miró por la ventana, con la esperanza de que fuera alguien a quien pudiera despachar desde ahí mismo, sin necesidad de que tuviera que tomar parte en la rara escena que estaba teniendo lugar. Quizás un vecino, alguien que se hubiera equivocado, un recado.
De los cientos de personas que podían haber llamado, aquella era la peor. Ni siquiera en sus pesadillas más terribles, M. podía haber concebido la situación que se estaba tramando. Era el padre S., sacerdote de la parroquia cercana, amigo de la familia, un hombre bueno, pío y aferrado a las costumbres y la moral cristiana.
- Buenas tardes, M., venía a darle la comunión.
M. cerró la ventana, miró a A., primero a los ojos fijamente, un instante, y luego a sus bragas, visibles desde ciertos ángulos, demasiados, pensó.
- Es el padre S.
Un silencio lúgubre invadió el salón. Hasta el presentador de pasapalabra dejó de despedir definiciones por unos momentos, y A., sin retirar la mirada de la de M, hizo un esfuerzo por rodear toda su cintura con la enagua de la estufa.
M. caminó hasta la cocina, activó la puerta de la calle y abrió la del piso, encontrándose ya allí al sacerdote, cuyas piernas eran veloces, acostumbradas a caminar contra el tiempo y ganarle la mano.
No había llegado aún a la cocina cuando A. empezó a golpear insistentemente la ventana del salón. A. no era muy alta, pero el piso tampoco, y era fácil hasta para un niño alcanzar el cristal, lo cual a veces traía sorpresas desagradables. M. abrió la puerta de la calle y caminó hasta la del piso, franqueando la entrada a A., que ya había alcanzado esa situación en virtud de la ligereza de sus piernas, envejecidas pero firmes. A., contrariamente a lo que es costumbre en mujeres de su edad, vestía unos pantalones de tela gruesa, de un color beige claro, y una camisa marrón fina, tan fina que aquella tarde tuvo que combinarla con una camiseta verde oscuro, casi caqui.
- Buenas tardes, M., ¿cómo has pasado el día? Iba a casa de F. y pensé que estarías sola.
- No estoy malota, me duelen las piernas, como siempre por la tarde. Aquí estaba viendo el pasapalabra - dijo M., disimulando la verdadera sensación que le producía la inoportuna visita.- Siéntate, estaba haciendo ganchillo, te lo voy a enseñar.
- Espera, M., que me quito los pantalones.
M., sobresaltada, inquirió a su visitante:
- ¿Qué te pasa, A. ? ¿Te encuentras bien?
- Sí, mira, es que se me ha descosido el dobladillo que le hice yo. Ya sabes que no tengo mucha habilidad para la costura. Y pensé que tú me lo podías mirar.
M., conocida entre sus amistades por su paciencia y buena disposición, no dudó ni un momento y aceptó el trabajo de aparente buena gana. No sin antes imaginar a A. sin pantalones, con sus firmes pero envejecidas piernas al aire, y advertirle:
- Pero no te vayas a quedar sin pantalones, te presto algo.
A lo que A. respondió, de una manera tan automática que parecía ensayada:
- No te preocupes, me siento en la estufa y me tapo con la enagua.
M. imaginó a A. sentada junto a la ventana, tapada por la enagua de la estufa por delante, y con sus bragas bien visibles a través del cristal por detrás, e insistió:
- Venga ya, mujer, te traigo algo para que te tapes.
- ¡Que no! - respondió A. tajantemente.
M., mujer inteligente, de ideas claras, buena conversadora, de dialéctica sencilla y convincente, pero poco dada a la polémica, dio por cancelado el debate e invitó a su contertulia a tomar asiento. Ésta, tras despojarse de sus pesados pantalones y ofrecérselos a M., se acomodó, como era de temer, junto a la ventana, en la parte del salón opuesta a su entrada. Temor que más adelante se tornaría en alivio para M.
A. se tapó bien con la enagua, dejando la parte trasera de sus posaderas al aire. M., cogió el costurero y se sentó con éste y con los pantalones, dispuesta a efectuar la reparación.
- ¡Qué calor da la enagua de la estufa! ¿No tendrás encendido el calentador, verdad? - dijo A., a la que de vez en cuando afluían calores repentinos.
- No, ahora se está bien así, ni siquiera está puesto.
- Me voy a quitar la camisa si no te importa.
M. empezó a sentirse extraña. La situación estaba empezando a ser desagradable, casi irreal. Observó como A., sin esperar autorización por parte de nadie, se despojó de su camisa fina, dejando al descubierto una camiseta, cuyo corte, color y tejido eran poco propios de una persona de su edad, pero cubrían lo que tenían que cubrir. M. experimentó un repentino sosiego al comprobar que sus peores temores estaban injustificados, pero no olvidaba que A. seguía con sus desnudeces peligrosamente al aire.
Entonces vino a la mente de M. la imagen de algún nuevo visitante que llegara y contemplara la chocante escena. Rezó para sí porque aquello no sucediera, y seguidamente preguntó a A. sobre sus preferencias para la confección del nuevo dobladillo.
A. provocaba en M. sensaciones diversas. Su excentricidad pueblerina no era del agrado de M., pero la sacaba de la monotonía de esos días en los que no podían venir a verla ni sus hijos ni sus nietos. De todos modos, M. nunca habría negado dar cobijo a casi nadie, excepto a borrachos y a gente demasiado perturbada, a menos que no se notara demasiado.
Entonces ocurrió lo que a M. más inquietaba en aquél momento: sonó el timbre de la puerta. Se levantó de un brinco y miró por la ventana, con la esperanza de que fuera alguien a quien pudiera despachar desde ahí mismo, sin necesidad de que tuviera que tomar parte en la rara escena que estaba teniendo lugar. Quizás un vecino, alguien que se hubiera equivocado, un recado.
De los cientos de personas que podían haber llamado, aquella era la peor. Ni siquiera en sus pesadillas más terribles, M. podía haber concebido la situación que se estaba tramando. Era el padre S., sacerdote de la parroquia cercana, amigo de la familia, un hombre bueno, pío y aferrado a las costumbres y la moral cristiana.
- Buenas tardes, M., venía a darle la comunión.
M. cerró la ventana, miró a A., primero a los ojos fijamente, un instante, y luego a sus bragas, visibles desde ciertos ángulos, demasiados, pensó.
- Es el padre S.
Un silencio lúgubre invadió el salón. Hasta el presentador de pasapalabra dejó de despedir definiciones por unos momentos, y A., sin retirar la mirada de la de M, hizo un esfuerzo por rodear toda su cintura con la enagua de la estufa.
M. caminó hasta la cocina, activó la puerta de la calle y abrió la del piso, encontrándose ya allí al sacerdote, cuyas piernas eran veloces, acostumbradas a caminar contra el tiempo y ganarle la mano.
domingo, 13 de junio de 2010
Chanclas
De Ghana, además de muchos recuerdos, ideas, proyectos e imágenes, me traje unas chanclas. Son unas chanclas comunes, de las que se pueden comprar en cualquier mercadillo, nada de estilo africano pseudoétnico ni verdaderamente étnico. Son de goma, con la típica tira de tejido sintético que sube por entre el dedo gordo y el índice (del pie) y que se bifurca en dos direcciones sobre el empeine, una hacia el exterior del pie y otra hacia su interior.
¿Por qué me las compré? ¿Por qué ir a Ghana a comprarse unas chanclas? Básicamente porque me hacían falta, pero también porque llevan los colores de la bandera de Ghana en la suela y una banderita sobre la tira de tela. O quizás también lo hice para llevarme un recuerdo material del mercado de Denu, donde nuestra anfitriona Alice (o Afi en Ewe) vendía enseres de plástico de todo tipo, desde juguetes hasta las palanganas enormes que las mujeres llevan prodigiosamente sobre sus cabezas. Curiosamente, los hombres también llevan cosas en la cabeza, pero normalmente sin palangana.
Recuerdos inmateriales nos trajimos muchos de aquel mercado, la mayoría agradables como la simpatía de la gente y el sano interés que despertábamos en ellos. Otros menos placenteros, como el tufo del pescado ahumado que yacía sobre los puestos con su correspondiente cohorte de moscas. Paseando de la mano de Alicia, la dulce y traviesa nieta de Alice, entre los puestos de pescado pestilente y los de especias coloridas, encontramos un puesto de zapatos donde vi mis chanclas también coloridas y no me pude resistir, entre otras cosas porque mis sandalias roji-gualdas estaban ya, a esas alturas, bastante deterioradas.
Desde entonces, las chanclas de Ghana me han acompañado a muchos otros sitios, a África otra vez, a la playa, a la montaña, sin perder hasta hace poco su espíritu patriótico y extranjero. Aunque la estrella negra de la bandera y la palabra "Ghana" siguen ahí sin ceder posiciones, resistiendo el roce de mis pies, en algunos sitios la frontera entre los colores de la bandera se están volviendo difusa, revelando que en realidad son rojas con pintura verde y amarilla. Pero esto las hace aún más interesantes, se nota que han vivido.
miércoles, 12 de mayo de 2010
"Póngame una de fuegos artificiales"
"¿De qué color?"
"De todos"
"¿Quiere que hagan mucho ruido?"
"Sí, claro, si no no molesto a mis vecinos ni vuelvo locos a los perros"
"De acuerdo, ¿cuando los va a tirar?"
"¿Cuándo cree usted que molestarán más?"
"Pues mire, yo creo que un martes por la noche es cuando más van a fastidiar. El lunes es demasiado pronto, está toda la semana por delante para recuperarse. El miércoles ya es casi jueves, que está justo antes del viernes... Le recomiendo el martes, es el mejor día para montar un buen escándalo"
"Muy bien. Supongo que serán de esos que huelen muy mal a pólvora y que los palitos se pueden clavar en la espalda de alguien, ¿verdad?"
"Claro, claro"
"¿Cuánto es?"
"Nada, se los regalo, los subvenciona el estado español"
"¿De qué color?"
"De todos"
"¿Quiere que hagan mucho ruido?"
"Sí, claro, si no no molesto a mis vecinos ni vuelvo locos a los perros"
"De acuerdo, ¿cuando los va a tirar?"
"¿Cuándo cree usted que molestarán más?"
"Pues mire, yo creo que un martes por la noche es cuando más van a fastidiar. El lunes es demasiado pronto, está toda la semana por delante para recuperarse. El miércoles ya es casi jueves, que está justo antes del viernes... Le recomiendo el martes, es el mejor día para montar un buen escándalo"
"Muy bien. Supongo que serán de esos que huelen muy mal a pólvora y que los palitos se pueden clavar en la espalda de alguien, ¿verdad?"
"Claro, claro"
"¿Cuánto es?"
"Nada, se los regalo, los subvenciona el estado español"
sábado, 24 de abril de 2010
El núcleo de la tierra
¿No es inquietante que a 6000 kilómetros de nuestros pies exista una masa de piedra líquida y superpesada? Y nosotros aquí, tan tranquilos, o peor aún, tan preocupados pensando en nuestras hipotecas y tonterías, cuando en realidad estamos a merced de que en cualquier momento aquello se ponga a girar o a temblar o a expandirse o sabe Dios qué. Debería darnos vergüenza.
Marilyn Monroe
Marilyn, la dulce Marilyn, la deseada Marilyn.
Pues a mí no me gusta. Entiéndanme, no me disgusta tampoco, pero la veo más como a una familiar que además es guapa que como a un objeto de deseo. Ya sé que suena raro, pero es así, no es precisamente un mito sexual para mí. Debe ser que me crie con Marilyn, con mi hermana y con mi prima, y no deseo a ninguna de ellas, aunque sean todas bellas y deseables por otros hombres.
Pero eso no quiere decir que no sea agradable a la vista, incluso a la mía. Aunque prefiero a Beyonce. Quizás porque la descubrí de adulto.
Mobiliario de jardín
Los muebles de jardín son a los muebles del salón como los tenistas a los jugadores de pádel, como los rosales a los potos, como los albañiles a las bailarinas clásicas, como los doberman a los caniches, como la regadera a la jarra de agua.
Adoro los muebles de jardín, son como el amigo fiel al que desgraciadamente ves poco, pero cuando te lo encuentras un día de verano no te defrauda, y ambos os comportáis como si os vierais a diario, confortables el uno para el otro.
Adoro los muebles de jardín, son como el amigo fiel al que desgraciadamente ves poco, pero cuando te lo encuentras un día de verano no te defrauda, y ambos os comportáis como si os vierais a diario, confortables el uno para el otro.
jueves, 22 de abril de 2010
Mantis
Ayer vi un documental de la 2 en miniatura en el rosal grande del jardín. Una minúscula mantis está creciendo junto a manadas de pulgones. Es de suponer que se comerá alguno de vez en cuando, como los guepardos a las gacelas, pero en ese momento estaban todos tan tranquilos. Era por la tarde, hacía calor, era la calurosa tregua de la sabana. Imagino a la pequeña mantis diezmando a los pulgones a la caída de la tarde.
¿Debo fumigar, aunque sea de forma ecológica? Esperaré, quizás mi pequeño depredador mantenga a raya a esos ñúes miniaturizados. Dejemos que por una vez la naturaleza se haga cargo, y seguiré disfrutando de la microsabana.
miércoles, 21 de abril de 2010
Madurar
En realidad nunca maduramos. Imitamos a personas que imitaban a personas que decían que habían madurado. Pero siempre somos niños en realidad, o nunca lo fuimos.
Narices
Dicen que la mayor parte del volumen del cerebro humano se desarrolló a partir del lóbulo olfativo de animales más primitivos. Debe ser por eso por lo que cuando paso junto a la hierbabuena del jardín y cierro los ojos me transporto a momentos de mi infancia en los que saboreo las croquetas de mi madre, aunque estén frías, o sorbo ruidosamente una cuchara llena de sopa de puchero.
Si por algún motivo se derrama gasolina o aceite de motor, o mejor aún, la combinación de ambos cerca mía, mi cuerpo se encuentra de pronto en un taller que hay detrás de mi casa, en el que me arreglan los frecuentes pinchazos de mi primera bicicleta.
A veces, ciertos trozos de madera me hacen viajar a una vieja cocina de una casa grande, transformada en taller de carpintería, donde mi padre hacía barriles y yo hago mis pinitos con unos trozos de madera de deshecho.
Cuando paseo en septiembre por las calles de mi pueblo, el olor de las bodegas en plena actividad me traslada a un lugar indeterminado, pero placentero y ancestral.
Pero los viajes más espectaculares, rápidos y directos se producen cuando hueles algo por primera vez en veinte o treinta años. Hace poco olí la tierra mojada por la lluvia, pero no era el olor de siempre, que te coloca eficaz y rutinariamente en el invierno del año anterior, o en alguna tormenta de verano. Éste era especial, desconocido y familiar a la vez. Y lloré como un bebé.
domingo, 4 de abril de 2010
La Jibia
La jibia suelta su tinta y sale pitando, y su depredador se queda mirando la tinta, creyendo que es la jibia lo que ve. Y la tinta se diluye en el agua, y el cazador se queda con un palmo de narices.
Pero mientras expulsa la tinta, ¿dónde termina la jibia y empieza la tinta? ¿No son, durante unos segundos, lo mismo en realidad? ¿En qué momento dejan de serlo? Porque mientras la tinta está dentro de la jibia, forma parte de ella. Cuando la tinta ya está fuera y la jibia ha tomado las de Villadiego, ¿la tinta no es ya jibia?
Luego están los chocos en su tinta, pero eso ya es otra historia...
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