Dicen que la mayor parte del volumen del cerebro humano se desarrolló a partir del lóbulo olfativo de animales más primitivos. Debe ser por eso por lo que cuando paso junto a la hierbabuena del jardín y cierro los ojos me transporto a momentos de mi infancia en los que saboreo las croquetas de mi madre, aunque estén frías, o sorbo ruidosamente una cuchara llena de sopa de puchero.
Si por algún motivo se derrama gasolina o aceite de motor, o mejor aún, la combinación de ambos cerca mía, mi cuerpo se encuentra de pronto en un taller que hay detrás de mi casa, en el que me arreglan los frecuentes pinchazos de mi primera bicicleta.
A veces, ciertos trozos de madera me hacen viajar a una vieja cocina de una casa grande, transformada en taller de carpintería, donde mi padre hacía barriles y yo hago mis pinitos con unos trozos de madera de deshecho.
Cuando paseo en septiembre por las calles de mi pueblo, el olor de las bodegas en plena actividad me traslada a un lugar indeterminado, pero placentero y ancestral.
Pero los viajes más espectaculares, rápidos y directos se producen cuando hueles algo por primera vez en veinte o treinta años. Hace poco olí la tierra mojada por la lluvia, pero no era el olor de siempre, que te coloca eficaz y rutinariamente en el invierno del año anterior, o en alguna tormenta de verano. Éste era especial, desconocido y familiar a la vez. Y lloré como un bebé.
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